Capítulo V: El incidente de la carta
Entrada la tarde, Utterson se presentó en casa del doctor Jekyll, donde
Poole, por pasillos contiguos a la cocina y luego a través de un patio que
un tiempo había sido jardín, lo acompañó hasta la baja construcción llamada
el laboratorio o también, indistintamente, la sala anatómica. El médico
había comprado la casa, efectivamente, a los herederos de un famoso
cirujano, e, interesado por la química más que por la anatomía, había
cambiado destino al rudo edificio del fondo del jardín.
El notario, que era la primera vez que venía recibido en esta parte de la
casa, observó con curiosidad la tétrica estructura sin ventanas, y miró alrededor
con una desagradable sensación de extrañeza atravesando el teatro
anatómico, un día abarrotado de enfervorizados estudiantes y ahora
silencioso, abandonado, con las mesas atestadas de aparatos químicos, el
suelo lleno de cajas y paja de embalar y una luz gris que se filtraba a duras
penas por el lucernario polvoriento. En una esquina de la sala, una
pequeña rampa llevaba a una puerta forrada con un paño rojo; y por esta
puerta entró finalmente Utterson en el cuarto de trabajo del médico.
Este cuarto, un alargado local lleno de armarios y cristaleras, con un
escritorio y un espejo grande inclinable en ángulo, recibía luz de tres polvorientas
ventanas, protegidas con verjas, que daban a un patio común.
Pero ardía el fuego en la chimenea y ya estaba encendida la lámpara en
la repisa, porque también en el patio la niebla ya empezaba a cerrarse. Y
allí, junto al fuego, estaba sentado Jekyll con un aire de mortal abatimiento.
No se levantó para salir al encuentro de su visitante, sino que le
tendió una mano helada, dándole la bienvenida con una voz alterada.
-¿Y ahora? -dijo Utterson apenas se fue Poole-. ¿Has oído la noticia?
Jekyll se estremeció visiblemente.
-Estaba en el comedor -murmuró-, cuando he oído gritar a los vendedores
de periódicos en la plaza.
-Sólo una cosa -dijo el notario-. Carew era cliente mío, pero también tú
lo eres y quiero saber cómo comportarme. ¡No serás tan loco que quieras
ocultar a ese individuo!
-Utterson, lo juro por Dios -gritó el médico-, juro por Dios que ya no lo
volveré a ver.
Te prometo por mi honor que ya no tendré nada que ver con él en este
mundo. Ha terminado todo. Y por otra parte él no tiene necesidad de mi
ayuda, tú no lo conoces como yo; está a salvo, perfectamente a salvo;
puedes creerme si te digo que nadie jamás oirá hablar de él.
Utterson lo escuchó con profunda perplejidad. No le gustaba nada el
aire febril de Jekyll.
-Espero por ti que así sea -dijo-. Saldría tu nombre, si se llega a
procesarlo.
-Estoy convencido de ello -dijo el médico, aunque no pueda contarte
las razones.
Pero hay algo sobre lo que me podrías aconsejar. He… , he recibido
una carta, y no sé si debo enseñársela a la policía. Quisiera dártela y dejarte
a ti la decisión; sé que de ti me puedo fiar más que de nadie.
-¿Tienes miedo de que la carta pueda poner a la policía tras su pista?
-No, he acabado con Hyde y ya no me importa él -dijo con fuerza
Jekyll-. Pero pienso en el riesgo de mi reputación por este asunto
abominable.
Utterson se quedó un momento rumiando.
Le sorprendía y aliviaba a la vez el egoísmo del amigo.
-Bien -dijo al final-, veamos la carta.
La carta, firmada "Edward Hyde" y escrita en una extraña caligrafía
vertical, decía, en pocas palabras, que el doctor Jekyll benefactor del firmante,
pero cuya generosidad tan indignamente había sido pagada, no
tenía que preocuparse por la salvación del remitente, en cuanto éste disponía
de medios de fuga en los que podía confiar plenamente.
El notario encontró bastante satisfactorio el tenor de esta carta, que ponía
la relación entre los dos bajo una luz más favorable de lo que hubiese
imaginado; y se reprochó haber nutrido algunas sospechas.
-¿Tienes el sobre? -preguntó.
-No -dijo Jekyll-. Lo quemé sin pensar en lo que hacía. Pero no traía
matasellos. Fue entregada en mano.
-¿Quieres que me lo piense y la tenga mientras tanto?
-Haz libremente lo que creas mejor -Fue la respuesta-. Yo ya he perdido
toda confianza en mí.
-Bien, lo pensaré -replicó el notario-.
Pero dime una cosa: ¿Esa cláusula del testamento, sobre una posible
desaparición tuya, te la dictó Hyde?
El médico pareció encontrarse a punto de desfallecer, pero apretó los
dientes y admitió.
-Lo sabía - dijo Utterson- ¡tenía intención de asesinarte. ¡Te has escapado
de buena!
-¡Ya me he escapado, Utterson! He recibido una lección… ¡Ah, qué lección!
dijo Jekyll con voz rota, tapándose la cara con las manos.
Al salir, el notario se paró a intercambiar unas palabras con Poole.
-Por cierto -dijo-, sé que han traído hoy, en mano, una carta. ¿Quién la
trajo?
Pero ese día no había llegado otra correspondencia que la de correos,
afirmó resueltamente Poole.
-Y sólo circulares -añadió.
Con esta noticia el visitante sintió que reaparecían todos sus temores.
Han entregado la carta, pensó mientras se iba, en la puerta del laboratorio;
más aún, se había escrito en el mismo laboratorio; y si las cosas eran
así, había que juzgarlo de otra forma y tratarlo con mayor cautela.
"¡Edición extraordinaria! ¡Horrible asesinato de un miembro del Parlamento!",
gritaban mientras tanto los vendedores de periódicos en la calle.
Es la oración fúnebre por un amigo y cliente, pensó el notario. Y no
pudo no temer que el buen nombre de otro terminase metido en el escándalo.
La decisión que debía tomar le pareció muy delicada; y, a pesar de
que normalmente fuese muy seguro de sí, empezó a sentir la viva necesidad
de un consejo. Es verdad, pensó, que no era un consejo que se pudiera
pedir directamente, pero quizás lo habría conseguido de una forma
indirecta.
Poco más tarde estaba sentado en su despacho, al lado de la chimenea,
y delante de él, en el otro lado, estaba sentado el señor Guest, su oficial.
En un punto intermedio entre los dos, y a una distancia bien calculada
del fuego, estaba una botella de un buen vino añejo, que había pasado
mucho tiempo en los cimientos de la casa, lejos del sol. Flujos de niebla
seguían oprimiendo la ciudad sumergida, en la que las farolas resplandecían
como rubíes y la vida ciudadana, filtrada, amortiguada por esas nubes
caídas, rodaba por esas grandes arterias con un ruido sordo, como el
viento impetuoso. Pero la habitación se alegraba con el fuego de la chimenea,
y en la botella se habían disuelto hacía mucho tiempo los ácidos:
el color de vivo púrpura, como el matiz de algunas vidrieras, se había
hecho más profundo con los años, y un resplandor de cálido otoño, de
dorados atardeceres en los viñedos de la colina, iba a descorcharse para
dispersar las nieblas de Londres. Insensiblemente se relajaron los nervios
del notario. No había nadie con quien mantuviera menos secretos que
con el señor Guest, y no siempre estaba seguro, bueno, de haber mantenido
cuantos creía. Guest había ido a menudo donde Jekyll por motivos
de trabajo, conocía a Poole, y era difícil que no hubiera oído hablar de
Hyde como íntimo de la casa. Ahora habría podido sacar conclusiones.
¿No valía la pena que viese esa carta clarificadora del misterio? Además,
siendo un apasionado y un buen experto en grafología, la confianza le
habría parecido totalmente natural. El oficial, por otra parte, era persona
de sabio consejo; difícilmente habría podido leer ese documento tan extraño
sin dejar de hacer una observación: y quizás así, vete a saber, Utterson
habría encontrado la sugerencia que buscaba.
-Un triste lío -dijo- lo de Sir Danvers.
-Triste, señor. Y ha levantado una gran indignación dijo el señor
Guest-. Ese hombre, naturalmente, era un loco.
-Querría precisamente vuestra opinión; tengo aquí un documento, una
carta de su puño y letra -dijo Utterson-. Se entiende que este escrito queda
entre nosotros, porque todavía no sé qué voy a hacer con él; un lío feo
es lo menos que se puede decir. Pero he aquí un documento que parece
hecho aposta para vos: el autógrafo de un asesino.
Le brillaron los ojos al señor Guest, y un instante después ya estaba inmerso
en el examen de la carta, que estudió con un apasionado interés.
-No, señor -dijo al final-. No está loco.
Pero tiene una caligrafía muy extraña.
-Es extraña desde todos los puntos de vista -dijo Utterson.
Justo en ese momento entró un criado con una nota.
-¿Es del doctor Jekyll, señor? Me ha parecido reconocer la caligrafía en
el sobre -se interesó el oficial mientras el notario desdoblaba el papel-.
¿Algo privado, señor Utterson?
-Sólo una invitación a comer. ¿Por qué? ¿Queréis verla?
-Sólo un momento, gracias -dijo el señor Guest.
Cogió el papel, lo puso junto al otro y procedió a una minuciosa
comparación.
-Gracias -repitió al final devolviendo ambos-. Un autógrafo muy
interesante.
Durante la pausa que siguió, Utterson pareció luchar consigo mismo.
-¿Por qué los habéis comparado, Guest? - preguntó luego, de repente.
-Bien, señor -dijo el otro, hay un parecido muy singular; las dos caligrafías
tienen una inclinación distinta, pero por lo demás son casi
idénticas.
-Muy curioso -dijo Utterson.
-Es un hecho, como decís, muy curioso - dijo el señor Guest.
-Por lo que yo no hablaría de esta carta.
-No -dijo el señor Guest-. Ni yo tampoco, señor.
Aquella noche, apenas se quedó solo, Utterson metió la carta en la caja
fuerte y decidió dejarla allí. "¡Misericordia! -pensó-. ¡Henry Jekyll falsario,
a favor de un asesino!" Y la sangre se le heló en las venas.
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